Sobre "Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural"
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Extrañas formaciones conservadas en el Museo de la Bruja segoviano
Acólito de Lovecraft sí, como de hecho demuestra el In Memoriam escrito por el outsider de Providence en 1936, tras la noticia del suicidio de Howard, que abre esta edición. Atento a la llamada de Cthulhu, menos. Antes que en la estela de Lovecraft, tal vez debamos considerar a Robert E. Howard en su propio universo, que no es otro que el de Conan, aunque para mí, tanto el original como sus adaptaciones a la pantalla y al tebeo, el bárbaro tiene un interés limitadísimo. Leídos, tras algunos años a la espera, Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural, esa es la primera conclusión que saco.
En buena lógica abre la selección una de sus mejores piezas -En el bosque de Villefère- un acercamiento a la licantropía en verdad interesante. Al narrador le sorprende el anochecer en el lugar aludido en el título. Presa de los temores que le infunden las habladurías de los aldeanos, referentes a un lobo que allí merodea, y los ruidos que le rodean, le resulta tranquilizador que le salga al paso un hombre que canta con "extraño acento, casi bárbaro". Lleva una extraña máscara le cubre el rostro y se apellida Loup.
En efecto, es el hombre lobo. Antes de asaltar al narrador, le comenta que quien mate a la bestia en su estado humano, arrastrará su maldición. Esas son las palabras que recuerda nuestro caminante después de haber dado muerte al licántropo en dichas circunstancias.
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Como todas las ficciones que atribuyen el misterio que refieren a una experiencia onírica, La serpiente del sueño me ha parecido una obra fallida por no satisfacer las expectativas que ella misma despierta. En este caso, la pesadilla es la que atormenta las noches de un tal Faming, quien sueña que habita en un bungalow de África en compañía de un sirviente hindú, todo un colono británico. Cuando el criado desaparece, Faming lo achaca a una monstruosidad reptante que ha dejado su rastro en las praderas próximas a la casa. Teme ser la siguiente víctima del descomunal reptil y ése precisamente es el destino que le aguarda en la vigilia.
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Como todos los autores, en Howard hay planteamientos, asuntos y prototipos recurrentes. La voz de El-Lil y El fuego de Asurbanipal son variaciones un mismo tema: la aventura de un intrépido anglosajón perdido en un recóndito lugar de África u Oriente.
A Bill Kirby, el héroe de la primera de estas piezas, a quien le desespera el sonido del gong, le fue dado conocer una civilización olvidada por el tiempo mientras colaboraba con el profesor John Conrad, un entomólogo que dirige una expedición por Somalia. Habida cuenta del nombre de su protagonista y del asunto del relato, todo parece indicar que Howard fue un lector del Joseph Conrad de El corazón de las tinieblas.
Abandonados por sus porteadores, en medio de la selva, Kirby propone guardar las últimas provisiones que les quedan para alcanzar la costa. Pero una voz, suave y melodiosa que hace imaginar civilizaciones de una "edad inmensa", cautiva a Conrad. Magnetizado por ese sonido, los dos blancos y Selim, un mestizo que no les ha abandonado, porque "el orgullo de su sangre blanca hizo que siguiera adelante" -el racismo de éstas y otras afirmaciones tan a lo Joseph Conrad es moneda común en estas páginas- se adentran en la jungla. Allí son capturados por una extraña tribu, que tras dar muerte a Selim les lleva a su reino, una ciudad pretérita que se alza en un valle rodeado de acantilados. Son los últimos representantes de la civilización sumeria.
Ya cautivos, los exploradores son llevados ante El-Lil, la divinidad del lugar. Se trata de un gong que hace sonar un sacerdote con tanta maestría que resulta ser la voz que les magnetizó en la jungla. De cerca, los sonidos que emite son ensordecedores. Las palabras que se desprenden de ellos condenan a muerte a los dos intrusos. Están a punto de perecer, pero una joven nativa, enamorada de Conrad, les facilitará la huída dejando en ello su propia vida.
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Conrad -otro de los protagonistas frecuentes de la obra de Howard, como Conan o Solomon Kane- también es el protagonista de Los hijos de la noche. En esta ocasión, recibe en su estudio a cinco sabios hablando de las desviaciones de cierta raza alpina "separada del tronco ario original". Todos ellos son descendientes de los primeros pobladores de las islas británicas tan puros como le gustaban los alemanes a Hitler. Todos menos uno: Ketrick que pertenece a una rama galesa no tan excelsa como debiera. Como argumentos, Howard propone lo apuntado en algunos textos canónicos del género -La caída de la casa Usher, de Poe, El sello negro de Arthur Machen, la propia La llamada de Cthulhu, de Lovecrarft- y el apócrifo por antonomasia de los textos imaginarios incluidos en los relatos del outsider de Providence, Los cultos sin nombre de Von Junzt.
Mientras Ketrick juega con una porra de sílex de las utilizadas por los primitivos británicos, golpea accidentalmente a O'Donnel, el narrador que, de resultas del golpe, es trasladado a esa prehistoria en torno a la cual gira la conversación en el estudio de Conrad. O'Donnel se acaba de salvar de una carnicería. Es la primera de esas matanzas prehistóricas tan caras a Howard que se consignan en estas páginas. Dichas masacres, que a la postre no son más que una exaltación de la brutalidad, una mitificación de la barbarie de los primitivos arios, siempre dispuestos a enloquecer con el aplastamiento de cráneos y la efusión de la sangre, ocupan un lugar en la obra del autor mucho mayor que el del terror. En esta ocasión los enemigos del clan de nuestro protagonista son un pueblo picto conocido como Los hijos de la noche. O'Donnel se llega hasta su poblado y empieza a matar enloquecido hasta que su sueño acaba. Una vez más, que todo haya sucedido durante una experiencia onírica, viene a desvirtuar un relato.
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No hace falta ser psicólogo para apuntar que esa fascinación con la fortaleza que muestra Howard obedece a su debilidad infantil en un estado como Texas. Los antiguos complejos surgidos entonces le llevaron a alumbrar bárbaros que aún se recuerdan y, según puede leerse en sus noticias biográficas, a practicar deportes que desarrollaron su musculatura. Los dioses de Bal-Sagoth incide en la mitificación de la brutalidad. Pero presenta una novedad -para el Howard de estas páginas, que no para la ficción belicosa- la admiración del luchador por su enemigo.
Turlogh es un irlandés proscrito por su propio clan, lo que le ha llevado a convertirse en un forajido, que está preso en el barco de un sajón, Athelsane, a quien ha perdonado la vida en más una ocasión. Favor este último al que él ha correspondido haciendo lo mismo. Tras naufragar, los dos antagonistas arriban a la playa de una isla misteriosa. Se disponen a pelear cuando una hermosa joven de nombre inequívoco, Brunilda, corre hasta ellos huyendo de una bestia alada.
La joven resulta ser la reina dela Isla de los Dioses, el tétrico lugar donde se encuentran. Como cabía esperar, los antagonistas y sin embargo amigos no dudarán en ayudar a Brunilda a recuperar su reino, en manos de Ska. Es éste un rey pelele de Gothan, el sumo sacerdote que tiraniza al país con la ayuda de Gol-goroth, un dios del mal despiadado y cruel. La muerte del dios y el rey, de cara al pueblo, volverán a legitimar a Brunilda en el trono.
Pero Gothan desencadenará un nuevo dios del mal, un nuevo monstruo alado al que los dos paladines de Brunilda también dan muerte. Cuando la reina, enloquecida por su nuevo triunfo, maldice al ídolo que representa a Gol-goroth, se desploma encima de ella aplastándola. Los dos amigos caen entonces en desgracia y comienzan a ser perseguidos. Paralelamente, los "hombres rojos" de las islas colindantes se aprestan en la destrucción de la Isla de los Dioses. Turlogh y Athelsane consiguen escapar de la batalla haciéndose al mar, donde son recogidos por un barco español.
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Incluida en La llamada de Cthulhu (1969), la esplendida antología de Rafael Llopis para Alianza Editorial y en otros textos clásicos del género, La piedra negra es aquella en torno a la cual se desarrolla un culto tan siniestro como ancestral. El narrador llega al pueblo de las montañas de Hungría -Streigoicavar- en que se alza el monolito siguiendo las indicaciones de Von Junzt en su Cultos sin nombre y los pasos del poeta loco Justin Geoffrey, quien perdiera la razón a raíz de asistir a lo que sucede al pie de la enigmática pieza. Cuenta la leyenda que, en torno a ella, se desarrolla una siniestra liturgia el 24 de junio. Como la casualidad ha querido que en dicha fecha nuestro hombre se encuentre allí, llegadas las doce de la noche se acerca al claro del bosque donde se encuentra la Piedra Negra y, después de ser semihipnotizado por una música procedente de ella, asiste al siniestro aquelarre que se oficia a su alrededor.
A la mañana siguiente, todo resulta haber sido una ilusión. Ahora bien, deducciones posteriores del narrador nos darán a entender que lo que él ha presenciado es un antiguo culto a un ser diabólico, cortado de cuajo por los turcos cuando pasaron a cuchillo a toda la población del lugar. Así pues, para mi sorpresa, los invasores musulmanes son presentados como una fuerza del bien. Lo que, además de por la eterna rivalidad entre el Islam y la cristiandad llama la atención porque, un buen número de las leyendas de vampiros, empezando por la Vlad Tepes -El Empalador rumano- tienen su origen en la crueldad que desplegaron los caudillos cristianos contra la brutalidad del imperio otomano. En cualquier caso, La Piedra Negra es el texto más en la estela de Lovecraft de la selección.
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Turlogh también es el protagonista de El hombre oscuro. Su nueva aventura empieza igual que Los dioses de Bal-Sagoth, con él en el mar. Sigue estando proscrito del Clan de na O'Brien. En esta ocasión la princesa que hay que salvar es una hermosa irlandesa que ha sido raptada por Thorfel el Bello, un rey danés que busca esposa. Para que el matrimonio sea según las leyes de Moira, la irlandesa, los vikingos también han secuestrado a un cura que habrá de celebrar el desposorio.
Ya en persecución de los daneses, Turlogh recala en una isla donde se ha celebrado un combate entre otros vikingos y unos extraños hombres morenos. Entre los cadáveres de aquella lucha, el proscrito encuentra un extraño fetiche, el hombre oscuro del título. La extraña divinidad que representa será la que guíe a nuestro protagonista a la guarida de los raptores. Una vez allí, el héroe irlandés es testigo de cómo Moira, antes que desposar a Thorfel, prefiere quitarse la vida clavándose un cuchillo. Al verlo, Turlogh pronuncia el grito de guerra de su clan y pone en marcha una matanza con su hacha, mientras esquiva los mandobles de sus enemigos. Entran entonces en escena los adoradores de El hombre oscuro y sólo el cura es capaz de poner fin a tanta sangre.
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La cosa en el tejado es otro de los pocos textos lovecraftianos de esta selección. Y los es tanto que entre los apócrifos de rigor se cita al mismísimo Necronomicon. No obstante es en Los cultos sin nombre donde se da noticia de un extraño templo en la jungla de Honduras que guarda a una misteriosa momia, último sumo sacerdote de un culto precolombino. Se trata del Templo del Sapo y Von Junzt también habla de una joya, guardada igualmente en el templo, que es la llave de algo.
Tussmann, el tipo que se traslada hasta el misterioso lugar, es un investigador de lo oculto de "instintos mercenarios" según el narrador, su antagonista en temas esotéricos. Cuando regresa de su viaje a Honduras, tiene en su poder una extraña gema que parece guardar en su interior un sapo. En la cadena de la singular piedra se muestran unos jeroglíficos semejantes a los que presenta la Piedra Negra. El recién llegado se arrepiente entonces de no haber cerrado la cripta y de no haber leído con la atención que requería el tema Los cultos sin nombre antes de aventurarse en el Templo del sapo. En sus páginas, Von Junzt explica que el lugar no guarda ese tesoro que ha llevado hasta allí a Tussmann, sino a un dios.
Esa abominable monstruosidad será la que dé muerte a Tussmann aplastándole la cabeza y dejando un hedor insoportable a su paso.
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El pueblo de la oscuridad incide en la exaltación de la brutalidad y el viaje a la prehistoria de los "británicos nativos". El protagonista y narrador es un hombre que se ha citado en la Cueva de Dagón, un misterioso lugar de la zona para matar a Richard Brent, su rival en el amor de Eleanor Bland. "No soy un criminal por naturaleza -apunta-. Nací y me crié en una país duro, y he vivido la mayor parte de mi vida en los límites más crudos del mundo, donde un hombre tomada lo que quería, si podía, y la piedad era una virtud poco conocida".
Los tiempos a los que arribará tras adentrarse en la cueva y el golpe de rigor son aún más despiadados. Y así, el hombre del siglo XX se ve convertido en "Conan de los saqueadores". Como Conan es un personaje que me inspira indiferencia antes que ninguna otra cosa, lo que quiere decir que apenas le conozco, no sé si será Conan el bárbaro, supongo que sí. Barbarie, desde luego, no le falta.
Eleanor y Richard también han sido transportados a ese remoto pasado y los tres unirán sus fuerzas durante su peripecia para escapar del Pueblo de la Oscuridad.
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Los gusanos de la tierra es otra de las piezas más interesantes de la selección. Se abre con la crucifixión de un picto. Estamos en la Britania romana y Partha Mac Othna, otro picto, asiste a ella invitado por los latinos para que haga saber por todo el lugar cómo es la paz de Roma. En realidad, el verdadero nombre de Partha Mac Othna es Bran Mak Morn, el rey de los pictos, quien jura por los Sin Nombre que "morirán hombres chillando" por lo que acaba de ver.
Presto a perpetrar su venganza, el rey entra en contacto con Atla, la mujer lobo de los pantanos, una hechicera despreciada por todos que maldice por R'lyeh en una clara referencia a la mitología de Lovecraft. A cambio de llevarle a las puertas del infierno donde mora el instrumento de su venganza, la bruja le pide una noche de amor. Cerrado el trato, Atla indica a Bran Mak Morn el procedimiento a seguir para que el pueblo que ahora mora en el subsuelo de Dagón -la misma región de El pueblo de la oscuridad, un territorio mítico de Howard- le ayude. La cosa no está fácil puesto que fueron los pictos quienes condenaron a las tinieblas a los Hijos de la Noche, el Pueblo de la Oscuridad en la pieza anterior, convirtiéndoles así en los gusanos de la tierra.
Para valerse de sus ancestrales enemigos, Bran Mak Morn se verá obligado a robar la Piedra Negra, que en este caso es el monolito que adoran los moradores de las tinieblas. Para devolvérsela les exige que salgan de los subterráneos en los que moran, horaden la fortaleza de los romanos hasta destruirla y devoren a los invasores. Eso es exactamente lo que hacen.
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Más que el Howard de los héroes brutales, de mandobles, hachazos y efusiones de sangre. Dicho de otra manera, más que el Howard que pretende exorcizar sus complejos de niño metido en las faldas de su madre -hay que recordar que se suicidó cuando supo que su progenitora estaba en trance de muerte- mediante sus ficciones -siempre racistas y fáciles de adivinar desde sus primeras líneas-, me interesa el Howard que da noticia de forma incontestable de la brutalidad real de mi amado Oeste, cuya barbarie fue suavizada indefectiblemente en el cine.
Aunque dicho Howard tampoco es el Ambrose Bierce de El desconocido, la obra maestra de esa mixtura entre el western y lo esotérico a la que me refiero, apunta maneras en El hombre del suelo. Lo que este breve relato nos cuenta es el fin de una pendencia que ha durado mucho para ser una enemistad tejana. Las armas tienen la última palabra y Carl Reynolds comprende que es el que ha llevado la peor parte cuando, tras cierto aturdimiento, le es dado observar su propio cuerpo sin vida.
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Publicado en Weird Tales en 1933, El corazón del viejo Garfield viene a abundar en western esotérico que tanto estimo. El tal Garfield es un tipo muy mayor pero de una edad imprecisa. Sin embargo, no ha cambiado nada desde que el abuelo que habla de Jim Garfield a su nieto -el narrador- al comenzar la narración era un niño. La conversación ha surgido porque el anciano acaba de ser coceado por un caballo que intentaba domar y el médico que le atiende le da por muerto. Pero Garfield asegura que no morirá.
Tiempo atrás, Garfield, uno de los primeros colonos del lugar conoció al Hombre Espíritu, brujo y último representante de una tribu anterior a los comanches, los lipanos, al que salvó de unos mexicanos que le querían matar. En agradecimiento, el singular indio "ató el cordel de un wampum fantasma" entre Garfield y él. Con tan sublime unión, apenas supo el hechicero que había resultado muerto en una pelea, con el corazón partido, se acercó hasta Locust Creek, el lugar del tiroteo, y pone el corazón de un dios en el pecho de Garfield.
Con el prodigioso órgano en su cuerpo, el viejo se recupera de las heridas del caballo con la misma celeridad que antaño se recuperara de las Locust Creek. Aunque quienes le escuchan no acaban de creerle, Jim Garfield asegura que sólo puede morir si una bala le atraviesa el cerebro.
Eso es exactamente lo que le sucede cuando un enemigo del narrador, Jack Kirby, dispara sobre éste yendo a dar al anciano. Siguiendo las instrucciones del finado, Doc Blaine le extrae el corazón, que aún late. El misterioso indio se acerca a recogerlo y se marcha convertido en búho.
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"Nunca he sido otra cosa que un hombre de esa raza inquieta que los hombres llamaban antaño Nórdicos o Arios" (Pág. 216) (...). "Vencimos porque éramos una raza superior" (pág. 219), puede leerse en El valle del gusano. No seré yo quien condene una obra por su racismo. De ser así no podría amar el western clásico. Condeno las leyes racistas que vienen a ser la expresión de sentimientos como los de Howard. Habrá que recordar que tanto ésta como la mayoría de las piezas aquí seleccionadas están publicadas en revistas pulp -Weird Tales, Oriental Stories, Strange Tales- en los años 30, justo cuando los nazis ascienden al poder con las simpatías de no pocos estadounidenses, a veces tan prominentes como el as de la aviación Charles Augustus Lindbergh. A buen seguro que Howard, en buena lógica a su amor a la carnicería, también simpatizaba con quienes estaban llamados a poner en marcha una de las más grandes que la historia registra.
Argumentalmente hablando, El valle del gusano nos remite a Niord, el narrador y su protagonista, quien se considera a sí mismo el inspirador de la leyenda de San Jorge y el dragón. No obstante su deliberada raigambre en la tradición británica, la raza inferior que Niord desprecia son esos pictos que cuentan entre los primeros pobladores de Irlanda y Escocia, protagonistas de tantas otras ficciones de Howard en esta misma selección. Lo que pasa en esta ocasión es que Niord es un preario capaz de reencarnarse en diferentes momentos de la historia de su raza, a su juicio siempre dada a desmembramiento en clanes.
En una de esas reencarnaciones, Niord forma parte de una horda que hace prisionero a Grom, un picto al que perdonan, consiguiendo así la paz entre su pueblo y los arios. A partir de entonces, Grom y Niord cazarán juntos hasta dar muerte al gusano.
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El procedimiento de la encarnación anterior en un mundo mitológico, otra de las constantes de Howard vuelve a repetirse en El jardín del miedo. En esta ocasión, James Allison, que en una vida anterior fuera Hunwulf el Vagabundo "en una época en que las emociones se traducían en un golpe de hacha de pedrenal", es el protagonista. En esa experiencia remota, en un mundo mítico, Hunwulf amó a Gudrun convirtiéndose en vagabundo y fue proscrito como Turlogh por ella. Ofrecida la bella al cazador más poderoso de la tribu de aesires nómadas a la que ambos pertenecen, Hunwulf le dará muerte y los amantes emprenderán la huida por territorios hostiles antes de llegar a un pueblo de "gente morena y menuda".
Es entonces cuando un monstruo alado rapta a Gudrun. No es un dragón. Se trata de un "hombre negro" perteneciente a una raza "preadánica" que tiene atemorizados a los lugareños. Nuestro protagonista parte entonces en su busca. El monstruo habita en una torre fabulosa, rodeada por un jardín de flores que viven de la sangre de sus víctimas. Ni que decir tiene que Hunwulf sabrá sortear todos los peligros para salvar a su compañera.
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Los muertos recuerdan vuelve a transportarnos a Oeste esotérico que es lo que más me interesa de Howard, pero la construcción del relato -mediante los testimonios de quienes supieron del asunto- lo desmarca de las manidas formas de las anteriores propuestas.
En una carta fechada en Dodge City el 3 de noviembre 1877, Jim Gordon, un vaquero que acaba de llevar unas reses a esta ciudad de Kansas, da cuenta a su hermano de cómo estuvo jugando y bebiendo tequila junto a un negro, Joel, al que mató cuando esté se negó a darle más bebida. La mujer del desdichado Joel es Jezebel, una mulata que también corre la misma suerte cuando sale en defensa de su marido. Antes de expirar, la infeliz maldice a su asesino asegurándole que antes del nuevo amanecer estará marcando "las vacas del diablo en el infierno". Le anuncia que será ella, la misma Jezebel quien ira a buscarle llegado el momento".
Pasan cuatro meses en los que Jim se siente "perseguido". La maldición que pesa sobre él comienza a manifestarse llegando a Río Rojo. Tras la carta se nos presentan las declaraciones de quienes vieron al cow boy asesino en sus últimos días. El capataz del rancho que lo empleaba asegura que Gordon le confesó que tenía miedo de una mulata que llevaba cuatro meses muerta. El camarero del saloon donde tomó sus últimas copas da cuenta de cómo supieron de su muerte; el ayudante del sheriff, como unos minutos antes advirtió a Jim de que en aquel pueblo no se podía llevar pistola. Tom Allison, un testigo, declara como Jezebel le dijo que fuese a buscar a Jim al bar y el informe del forense da fe de la muerte del asesino. Fue debida a un trapo del vestido de la mujer, que obstruyó convenientemente el arma del cow boy y el cañón le estalló en las manos hiriéndole mortalmente.
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Más próximo al aventurero a lo Indiana Jones que al Randolph Carter de Lovecraft, Steve Clarney, el protagonista de El fuego de Asurbanipal y su compañero, un afgano que responde al nombre de Yar Ali, son perseguidos por otros afganos, los halcones del desierto, al comienzo de esta narración. Esto, además de dar pie a que Yar Ali pronuncie una de las mejores frases de todo el libro -"¿has visto a ese bandido caerse de la silla cuando mi plomo alcanzó su destino?"- hace que Steve rememore la cadena de los acontecimientos que les han llevado a vagabundear por la costa sur del Golfo Pérsico en busca de una perla fabulosa guardada en la Ciudad del Mal, una urbe del desierto de la que Abdul Alhazred ya habla en el Necronomicon. Lástima que la estela de Lovecraft no vaya más allá de estas citas. Por lo demás, ésta es una de las mejores piezas del conjunto, carente además del racismo de las que versan sobre los pictos y los arios. En un momento dado, en el fragor de una pelea, el norteamericano Steve estará a punto de ofrecer su vida por la de su compañero. En cualquier caso, la gema es una joya maldita que perteneció a un rey que los griegos llamaron Sardanápalo y los pueblos semitas, Asurbanipal.
Sin municiones y sin agua, pero con los afganos acosándoles por detrás, nuestros amigos se adentran en el desierto hasta dar con la Ciudad de los Diablos, que la llamaron los árabes. Tras avanzar por sus desoladas calles, encuentran con un templo erigido en honor de Baal, un dios impío. Es allí donde se encuentra la gema. Se trata de una joya que parece palpitar en su interior. El musulmán intenta convencer a su amigo cristiano de que la deje donde se halla ya que hay algo que se les escapa que ha hecho que El fuego de Asurbanipal haya permanecido intacta durante las eras en un país de ladrones.
Steve tiene sus dudas sobre echar o no echar mano al rubí siniestro cuando sus perseguidores caen sobre ellos. Les comanda Nureddin El Mekru, un antiguo negrero que operó en Somalia, a quien Steve marcó la cara por salvar a un esclavo huido. Será uno de los beduinos que cabalgan junto al antiguo traficante en seres humanos quien nos refiera la verdadera historia de la joya:
Capaz de invocar a esas divinidades primigenias de Lovecraft -Chutulhu, Yog-Sothoth-, los dioses de los tiempos preadánicos, a decir de Howard en un bello hallazgo, la gema fue utilizada por el mago Xuthltán, un adivino de la corte del sultán Asurbanipal, para predecir los acontecimientos venideros y leer los extraños secretos de los días anteriores a Adán. Cuando la desgracia cayó sobre su reino, la joya fue culpada de tanta desdicha y el mago, quien se negó a destruirla, huyo con ella a un reino rebelde. Una vez allí, el rey codició la piedra y para ello mató a Xuthltán mediante tortura. Fue el hechicero quien obra la maldición, invocando a los preadánicos para que volviesen a por lo que era suyo. Desde entonces, el rey felón permanece en su trono sujetando El fuego de Asurbanipal, como demuestran sus huesos, aún en el magno asiento, cuando nuestros protagonistas arriban a la sala.
No obstante lo que acaba de escuchar, Nureddin arrambla con la joya y vuelve a desatar sobre él y los suyos una "maldad horrible, demasiado atroz para la compresión humana, la presencia de un invasor procedente de las Esferas Exteriores". Steve tiene tiempo de vislumbrar "una inmensa monstruosidad que caminaba erguida como un hombre, pero también era como un sapo y tenía alas, y tentáculos". Después, nuestros amigos prefieren mantener los ojos cerrados. Eso es lo que salva su cordura.
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Tal vez sea porque todo gira en torno a un difunto, pero No me cavéis una tumba se me ha antojado heredero de El extraño caso del señor Valdemar. Aquí el finado es John Grimlan, un anciano alemán -al menos uno de los que no le han visto envejecer es un alemán que lo conoció en sus días de estudiante- avezado en el esoterismo y las ciencias ocultas. El misterioso Grimlan ha firmado algún pacto con las fuerzas del mal. Atado a él, sabe el destino que le aguarda tras el óbito, que le sobreviene en la inquietante biblioteca de su casa, maldita según los lugareños. Para evitar la suerte que le espera cuando se lo lleve La Parca, Grimlan ha dejado anotadas unas instrucciones, que son las que se disponen a llevar a cabo los protagonistas de esta pieza. Entre ellas destaca la frase del título: "No me cavéis una tumba, no la necesitaré".
Destaca entre todas las indicaciones la referida a las siete velas de cera negra que rodean el cadáver, nunca han de apagarse. Cuando Conrad y Kirowan, nuestros protagonistas, llegan a la casa del difunto, sus restos están siendo velados por un misterioso oriental. No es otro que Malik Tous, un nombre de Satanás, a quien el difunto vendió su alma en el siglo XVII. El Príncipe de las tinieblas se lleva el cuerpo de
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Dos homeless, acaso dos de aquellos desgraciados que dejó la Gran Depresión habida cuenta de que el texto apareció en Weird Tales en 1938, son los protagonistas de Las palomas del infierno. A la busca de un refugio donde pasar la noche, dan con una extraña casa abandonada en la que, no obstante su aspecto sombrío, deciden pernoctar. Uno de ellos, Banner perecerá esa misma velada víctima de una extraña maldad que le ha atraído magnéticamente antes de darle muerte. Griswell, no obstante lo inverosímil de su historia, se gana la confianza del sheriff del lugar, quien sabe que sobre la extraña mansión pesa una maldición de las antiguas negras que la habitaron. Llevadas allí desde Las Antillas cuando en Estados Unidos ya se había abolido la esclavitud, la crueldad de los Blasenville, los amos de tan siniestro lugar, hizo que sus negros, avezados en la magia antillana, obraran sobre ellos un conjuro.
Ése es el telón de fondo de la extraña muerte de Banner. El sheriff, consciente de ello, recurre a un "viejo negro" casi centenario porque se enfrentan "a algo que exige más de lo que puede ofrecer la razón de un hombre blanco". En efecto, Jacob, el afroamericano en cuestión, sabe lo que allí ocurre.
Celia, la peor de los Blasenville, que azotaba con especial encono a Joan, una mulata que se convirtió en una zuvembie -femenino de zombi indudablemente- para llevar a cabo su venganza. Todo parece indicar que es Joan quien desde entonces asola la casa. Tras dar muerte a las hermanas Blasenville, presa de esa satisfacción que la muerta viviente encuentra en acabar con humanos, sigue asolando la mansión, casi siempre en forma de serpiente, puesto que la más grande de estos reptiles es la diosa de las muertas vivientes.
Sin embargo, ni es la serpiente la que da muerte a los visitantes de esta casa abandonada ni las cosas han sido como parecían hasta que se descubre su verdadera dimensión. Fue el centenario Jacob quien preparó la Porción Negra, origen de la maldición que pesa sobre la desvencijada mansión Blasenville. Pero no fue Joan quien bebió la pócima. Disimulada en la comida, la mulata se la dio a Celia y después huyó. Maldita inmediatamente, la más perversa de tan nefasta familia, desde entonces magnetiza y da muerte a cuantos visitan su siniestra mansión.
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Contado en primera persona del singular, La sombra de la bestia refiere la experiencia de Steve, un hombre prendado de una tal Joan. Volvemos a estar en el Oeste y la muchacha ha estado a punto de ser victima de un ultraje por parte de un desaprensivo. La ha salvado su hermano, quien ha recibido un balazo por ello. El narrador, el enamorado de Joan, se une a la partida que se organiza para ir detrás del desalmado, Joe Cagle, el tipo en cuestión.
Siendo el caso de que Steve apuesta más que nadie en el asunto, cuando, llegados a un camino que conduce a una mansión siniestra los perseguidores deciden desistir en su empeño, nuestro valiente jinete sigue adelante y se adentra en el sombrío paraje. Sin más norte que el instinto de su montura, pues la oscuridad es tan intensa que lo permite ver nada, Steve se adentra en el ámbito terrible hasta llegar a la mansión que lo preside. Una vez en ella, se encuentra a Joe Cagle muerto.
El verdadero peligro que acecha en la casa es "una figura gruesa, que se arrastraba encorvada, la cabeza echada hacia delante (...), extrañamente humana, pero terriblemente inhumana". Steve huye de tan temible ser entre las sombras hasta perder el sentido al caer por una ventana.
Cuando recobra el conocimiento, Joan le prodiga sus cuidados. Antes de abandonar el lugar, Steve prende fuego a esta otra mansión encantada porque "los antiguos siempre han afirmado que el fuego es el destructor final". La estela del Poe de Doble asesinato en la calle Morgue vuelve a hacerse notar. La monstruosidad que habitaba esta mansión era el fantasma de un mono muerto.
Publicado el 16 de julio de 2010 a las 01:30.